El Aleph, de Jorge Luis Borges


Con frecuencia se le preguntaba a Borges sobre sus obras favoritas. Él respondía sentirse más orgulloso de las que había leído que de las que había escrito. Y mientras uno imaginaba la altura celeste de sus lecturas, el entrevistador insistía con la pregunta y Borges, a regañadientes, señalaba El Aleph como uno de sus libros más logrados.
Si los aficionados a la literatura preguntaban a Borges por el lugar donde empezar a leerle no era tanto para buscar atajos hacia su talento, que pocos discuten es el más grande después de Cervantes, como más bien encontrar un sendero por el que seguirle hasta el final del camino. ¿Por qué entonces esa recurrencia sobre qué es lo mejor de Borges, multiplicada hoy en las redes sociales? Tal vez porque en esos cuartos virtuales, en los que yo disfruto como espectador silencioso, la gente no discute tanto sobre su selección favorita del autor, como más bien la búsqueda policíaca de aquella lectura que alguien celebra y uno todavía no conoce. De lo cual se concluye la original vigencia y excepcionalidad de su obra, y la necesidad, sí, de un camino luminoso para no perdernos en el descubrimiento de su belleza, a veces arduo.
Dado que Borges nos marcó El Aleph como una puerta a su mundo, por qué no entrar en el universo del escritor a través de esta obra. Y lo primero que uno descubre en El Aleph es que la llave de la lectura nos abre una puerta espacio-temporal: El inmortal, pórtico de los diecisiete cuentos, es un viaje al pasado y a un lugar desconocidos, persiguiendo la Ciudad de los Inmortales.
Apenas unas páginas y el estilo de Borges se despliega: su síntesis narrativa, esa capacidad para desplegar información con una economía máxima de caracteres, lejos de tantos autores con aburridas tendencias expansivas. Borges es contención: como si hubiera anticipado los límites del twitter, era capaz de sugerir en una frase lo que a otros les exige un párrafo, aunque a Borges, que rechazaba la modernidad (pese a que entró en ella para siempre), no le hubiera gustado ser el inventor de una herramienta que corta los pensamientos, presuponiendo que existen. Sirva este ejemplo de su maestría: «Al pie de la montaña se dilataba sin rencor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena».
Apenas unas páginas y los temas de Borges también están allí, esperándonos: la muerte y el infierno. La verosimilitud dentro de un mundo mágico. El problema del tiempo. La solución a juegos mentales, que son en verdad problemas metafísicos. El humor, impregnado de su cultura universal y políglota. La fascinación por la violencia. La presencia de laberintos, que desorientan y angustian al protagonista, multiplicando el enigma, y donde la historia principal se hace grietas en nuevas narraciones. Temas donde nunca encontraremos, ni siquiera sugerida, la sexualidad, que Borges omitía obsesivamente.
Si Borges hablaba mejor de sus lecturas que de sus obras, qué mejor viaje que hacernos primero discípulos de su lectura, con El Aleph como primer peldaño. Un viaje que nos lleve, a través de esas escaleras imposibles como las del cuento El inmortal, hasta una altura literaria donde se contemple el paraíso: sus fuentes de inspiración. No le despreciemos por su cultura inmensa ni desfallezcamos cuando, encerrados en alguno de sus laberintos, no veamos otra salida que cerrar las páginas. Sus enigmas existencialistas exigen de un esfuerzo, porque nada en él hay didáctico ni fácil: las dudas se despejan en otras nuevas. Pero en el proceso nuestro pensamiento levitará: Borges es un vuelo, aunque su literatura no se venda en aeropuertos. 
¿Te gusta Borges?, me pregunta alguien que ha espiado estas líneas, y de mi cabeceo afirmativo encuentro como respuesta un gesto desganado. Gesto que es el de gente que no le ha leído, con ese desprecio altivo que es una celebración triste de la ignorancia y un grafitti contra la belleza de su obra. Gesto que me recuerda una cita del propio Borges, donde decía que toda palabra presupone una experiencia compartida: si alguien ignoraba la peculiar felicidad de un paseo en globo era difícil que él la pudiera explicarlo. Las peleas alegres acerca de su canon, la novedad constante de ediciones críticas de su obra completa, los estudios universitarios y la admiración de la comunidad escritora, son la confirmación de tal pensamiento: la certeza de que, compartiendo sus palabras, es posible una felicidad física,  la felicidad de un viaje por encima de las ansiedades del hombre, tan compartidas en el universo lector gracias, cómo no, a la magia de su lectura.

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